Hoy, el Consejo General del Poder Judicial, máximo órgano de gobierno de los jueces, ha confirmado la exigua sanción impuesta al Juez Tirado, el que no ordenó la entrada en prisión del asesino de la niña Mari Luz, cuando estaba pendiente de ejecución de una sentencia que debía cumplir en prisión. De haber actuado el Juez Tirado con la debida diligencia, la niña no habría muerto.
Al mismo tiempo, hay jueces que están promoviendo la convocatoria de una huelga para el mes de febrero de 2009.
Ambas noticias confluyen en algo que cambiará, de modo radical y definitivo, la relación que los ciudadanos tenemos con la Justicia.
Si el recurso al Tribunal Supremo sobre la sanción al Juez Tirado no prospera (esto es, si el Supremo avala la negligencia) y si los jueces convocan la huelga anunciada, ya nunca estaremos, los ciudadanos, obligados a sentir el respeto reverencial que los jueces, investidos de su poder, y revestidos de ceremonial, nos imponen. Si los jueces avalan corporativamente la negligencia entre ellos, no estaremos obligados a aceptar demoras ni tardanzas en la resolución de nuestras cuitas judiciales, y estaremos en el perfecto derecho a exigirles, sin más ceremonial que la palabra, que cumplan con sus obligaciones y no podrán, en modo alguno, aplicarnos ninguna variante de desacato. Quien no ejerce con diligencia su poder (que no su trabajo), no tiene derecho a exigirnos compostura y paciencia.
Los jueces están perdiendo la condición de poder del Estado, del ejercicio de un poder del Estado, y en ese momento, podremos anunciar que Montesquieu ha muerto.
Los jueces, los que amparan la negligencia que tiene como consecuencia (involuntaria, evidentemente, pero consecuencia al fin y al cabo) la muerte de una niña, Mari Luz, no pueden ser los que vayan a una huelga sindical.
Los jueces que así se comportan, de llevar adelante sus pretensiones (en realidad, amenazas, porque representan aún un poder del Estado), dejarán de tener el respeto de los ciudadanos, y ya no será necesario que aparezcan ante nosotros investidos de poder, sino investidos de función (que es distinto), y mucho menos consentiremos que aparezcan como sacerdotes en el ejercicio de una función superior: ya no serán, ni por función o trabajo, superiores a nosotros, porque ante los ciudadanos, su comportamiento les habrá llevado a perder el poder que ostentaban.
Y a partir de ese momento, los ciudadanos podrán perderles el respeto, porque, sencillamente, no serán merecedores de respeto alguno.
Al mismo tiempo, hay jueces que están promoviendo la convocatoria de una huelga para el mes de febrero de 2009.
Ambas noticias confluyen en algo que cambiará, de modo radical y definitivo, la relación que los ciudadanos tenemos con la Justicia.
Si el recurso al Tribunal Supremo sobre la sanción al Juez Tirado no prospera (esto es, si el Supremo avala la negligencia) y si los jueces convocan la huelga anunciada, ya nunca estaremos, los ciudadanos, obligados a sentir el respeto reverencial que los jueces, investidos de su poder, y revestidos de ceremonial, nos imponen. Si los jueces avalan corporativamente la negligencia entre ellos, no estaremos obligados a aceptar demoras ni tardanzas en la resolución de nuestras cuitas judiciales, y estaremos en el perfecto derecho a exigirles, sin más ceremonial que la palabra, que cumplan con sus obligaciones y no podrán, en modo alguno, aplicarnos ninguna variante de desacato. Quien no ejerce con diligencia su poder (que no su trabajo), no tiene derecho a exigirnos compostura y paciencia.
Los jueces están perdiendo la condición de poder del Estado, del ejercicio de un poder del Estado, y en ese momento, podremos anunciar que Montesquieu ha muerto.
Los jueces, los que amparan la negligencia que tiene como consecuencia (involuntaria, evidentemente, pero consecuencia al fin y al cabo) la muerte de una niña, Mari Luz, no pueden ser los que vayan a una huelga sindical.
Los jueces que así se comportan, de llevar adelante sus pretensiones (en realidad, amenazas, porque representan aún un poder del Estado), dejarán de tener el respeto de los ciudadanos, y ya no será necesario que aparezcan ante nosotros investidos de poder, sino investidos de función (que es distinto), y mucho menos consentiremos que aparezcan como sacerdotes en el ejercicio de una función superior: ya no serán, ni por función o trabajo, superiores a nosotros, porque ante los ciudadanos, su comportamiento les habrá llevado a perder el poder que ostentaban.
Y a partir de ese momento, los ciudadanos podrán perderles el respeto, porque, sencillamente, no serán merecedores de respeto alguno.
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